Fútbol balsámico

Nunca fui un forofo del fútbol. Admito que celebro los triunfos del Real Madrid porque nací en un barrio donde se oyen desde casa los goles del Bernabéu y puedo hasta seguir con pasión a la selección española en los partidos trascendentes. Pero no muero por ver un encuentro, tampoco me llevo un sofocón cuando perdemos ni pontifico sobre las estrategias de los entrenadores. Mi admiración por las estrellas del balón es francamente discreta y la opinión que formo de ellos suele estar más fundamentada en la deportividad o en su discurso ante los medios que en el virtuosismo que exhiben en el terreno de juego. Eso da idea de lo poco que entiendo del tema. Además, siempre fui crítico con el exceso de atención que se le presta a este deporte en detrimento de otras disciplinas, aun siendo consciente de que, al menos en España, mi amigo Valdano acierta cuando dice que «el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes».
Hago esta aclaración previa para ser honesto conmigo mismo y no resultar hipócrita al admitir que veo esto Mundial de Qatar como una válvula de escape en un momento oportuno.
El clima de crispación política ha llegado a tal extremo que empieza a resultar socialmente irrespirable. En estos días aciagos, hemos visto a un jefe de la oposición y a un presidente del Gobierno cargando el uno contra el otro hasta dinamitar cualquier posible puente de entendimiento y a unos portavoces parlamentarios despachando mandobles a diestro y siniestro como si el objetivo de nuestros representantes fuera el escenificar sus propias inquinas ideológicas o personales y no el discutir de forma profesional, sensata e inteligente los asuntos que influyen de verdad en la existencia de la gente. Fue el caso del pleno sobre los Presupuestos Generales del Estado en el que se decide nada menos que el destino de los recursos públicos de un país y del que, sin embargo, apenas queda en el imaginario público otro recuerdo de la sesión que los insultos machistas de Vox. Lo mismo ocurrirá con la sesión de control de anteayer donde la ministra de Igualdad acusó al PP de «promover la cultura de la violación».
Tan bronco y arrabalero es el nivel exhibido que el portavoz del PNV define la atmósfera de «tasca de mala muerte» y hasta se habla de incorporar un código de conducta en la Cámara que exija respeto al adversario y un mínimo decoro parlamentario.
Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas «importantes» y desvíe su mirada hacia «lo más importante» de «lo menos importante», o sea el fútbol. La actuación de nuestra selección en esos partidos, que el Mundial 2022 celebra en los estadios erigidos en medio del desierto, además de evadir a la gente de la tensión que genera el tráfago de la vida pública, permite al personal hablar de La Roja y orillar las discusiones sobre los culpables de la inflación, el delito de sedición, la ley del ‘solo sí es sí’ o la del maltrato animal, que ya promete enganchadas como la de esos perros que ladran y enseñan los dientes cuando se cruzan en la calle.
Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas importantes
El combinado español y sus expectativas en los Mundiales consigue un nexo de unión casi insólito en un país donde resulta poco menos que imposible contrarrestar las fuerzas centrífugas que dominan la sociología hispana. Que la bandera nacional solo adquiera un sentido realmente unitario cuando se agita para identificarse con la selección española de fútbol es algo que deberíamos hacernos mirar. Mientras tanto disfrutemos del efecto balsámico del Mundial, aunque nada de lo que ocurra allí en Qatar nos vaya a cambiar la vida.

Fútbol balsámico

Nunca fui un forofo del fútbol. Admito que celebro los triunfos del Real Madrid porque nací en un barrio donde se oyen desde casa los goles del Bernabéu y puedo hasta seguir con pasión a la selección española en los partidos trascendentes. Pero no muero por ver un encuentro, tampoco me llevo un sofocón cuando perdemos ni pontifico sobre las estrategias de los entrenadores. Mi admiración por las estrellas del balón es francamente discreta y la opinión que formo de ellos suele estar más fundamentada en la deportividad o en su discurso ante los medios que en el virtuosismo que exhiben en el terreno de juego. Eso da idea de lo poco que entiendo del tema. Además, siempre fui crítico con el exceso de atención que se le presta a este deporte en detrimento de otras disciplinas, aun siendo consciente de que, al menos en España, mi amigo Valdano acierta cuando dice que "el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes". Hago esta aclaración previa para ser honesto conmigo mismo y no resultar hipócrita al admitir que veo esto Mundial de Qatar como una válvula de escape en un momento oportuno. El clima de crispación política ha llegado a tal extremo que empieza a resultar socialmente irrespirable. En estos días aciagos, hemos visto a un jefe de la oposición y a un presidente del Gobierno cargando el uno contra el otro hasta dinamitar cualquier posible puente de entendimiento y a unos portavoces parlamentarios despachando mandobles a diestro y siniestro como si el objetivo de nuestros representantes fuera el escenificar sus propias inquinas ideológicas o personales y no el discutir de forma profesional, sensata e inteligente los asuntos que influyen de verdad en la existencia de la gente. Fue el caso del pleno sobre los Presupuestos Generales del Estado en el que se decide nada menos que el destino de los recursos públicos de un país y del que, sin embargo, apenas queda en el imaginario público otro recuerdo de la sesión que los insultos machistas de Vox. Lo mismo ocurrirá con la sesión de control de anteayer donde la ministra de Igualdad acusó al PP de "promover la cultura de la violación". Tan bronco y arrabalero es el nivel exhibido que el portavoz del PNV define la atmósfera de "tasca de mala muerte" y hasta se habla de incorporar un código de conducta en la Cámara que exija respeto al adversario y un mínimo decoro parlamentario. Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas "importantes" y desvíe su mirada hacia "lo más importante" de "lo menos importante", o sea el fútbol. La actuación de nuestra selección en esos partidos, que el Mundial 2022 celebra en los estadios erigidos en medio del desierto, además de evadir a la gente de la tensión que genera el tráfago de la vida pública, permite al personal hablar de La Roja y orillar las discusiones sobre los culpables de la inflación, el delito de sedición, la ley del ‘solo sí es sí’ o la del maltrato animal, que ya promete enganchadas como la de esos perros que ladran y enseñan los dientes cuando se cruzan en la calle. Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas importantes El combinado español y sus expectativas en los Mundiales consigue un nexo de unión casi insólito en un país donde resulta poco menos que imposible contrarrestar las fuerzas centrífugas que dominan la sociología hispana. Que la bandera nacional solo adquiera un sentido realmente unitario cuando se agita para identificarse con la selección española de fútbol es algo que deberíamos hacernos mirar. Mientras tanto disfrutemos del efecto balsámico del Mundial, aunque nada de lo que ocurra allí en Qatar nos vaya a cambiar la vida.

Nunca fui un forofo del fútbol. Admito que celebro los triunfos del Real Madrid porque nací en un barrio donde se oyen desde casa los goles del Bernabéu y puedo hasta seguir con pasión a la selección española en los partidos trascendentes. Pero no muero por ver un encuentro, tampoco me llevo un sofocón cuando perdemos ni pontifico sobre las estrategias de los entrenadores. Mi admiración por las estrellas del balón es francamente discreta y la opinión que formo de ellos suele estar más fundamentada en la deportividad o en su discurso ante los medios que en el virtuosismo que exhiben en el terreno de juego. Eso da idea de lo poco que entiendo del tema. Además, siempre fui crítico con el exceso de atención que se le presta a este deporte en detrimento de otras disciplinas, aun siendo consciente de que, al menos en España, mi amigo Valdano acierta cuando dice que «el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes».

Hago esta aclaración previa para ser honesto conmigo mismo y no resultar hipócrita al admitir que veo esto Mundial de Qatar como una válvula de escape en un momento oportuno.

El clima de crispación política ha llegado a tal extremo que empieza a resultar socialmente irrespirable. En estos días aciagos, hemos visto a un jefe de la oposición y a un presidente del Gobierno cargando el uno contra el otro hasta dinamitar cualquier posible puente de entendimiento y a unos portavoces parlamentarios despachando mandobles a diestro y siniestro como si el objetivo de nuestros representantes fuera el escenificar sus propias inquinas ideológicas o personales y no el discutir de forma profesional, sensata e inteligente los asuntos que influyen de verdad en la existencia de la gente. Fue el caso del pleno sobre los Presupuestos Generales del Estado en el que se decide nada menos que el destino de los recursos públicos de un país y del que, sin embargo, apenas queda en el imaginario público otro recuerdo de la sesión que los insultos machistas de Vox. Lo mismo ocurrirá con la sesión de control de anteayer donde la ministra de Igualdad acusó al PP de «promover la cultura de la violación».

Tan bronco y arrabalero es el nivel exhibido que el portavoz del PNV define la atmósfera de «tasca de mala muerte» y hasta se habla de incorporar un código de conducta en la Cámara que exija respeto al adversario y un mínimo decoro parlamentario.

Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas «importantes» y desvíe su mirada hacia «lo más importante» de «lo menos importante», o sea el fútbol. La actuación de nuestra selección en esos partidos, que el Mundial 2022 celebra en los estadios erigidos en medio del desierto, además de evadir a la gente de la tensión que genera el tráfago de la vida pública, permite al personal hablar de La Roja y orillar las discusiones sobre los culpables de la inflación, el delito de sedición, la ley del ‘solo sí es sí’ o la del maltrato animal, que ya promete enganchadas como la de esos perros que ladran y enseñan los dientes cuando se cruzan en la calle.

Con semejante espectáculo no ha de extrañar que la gente se desentienda de las cosas importantes

El combinado español y sus expectativas en los Mundiales consigue un nexo de unión casi insólito en un país donde resulta poco menos que imposible contrarrestar las fuerzas centrífugas que dominan la sociología hispana. Que la bandera nacional solo adquiera un sentido realmente unitario cuando se agita para identificarse con la selección española de fútbol es algo que deberíamos hacernos mirar. Mientras tanto disfrutemos del efecto balsámico del Mundial, aunque nada de lo que ocurra allí en Qatar nos vaya a cambiar la vida.